Galopaba el joven apuesto
a lomos de su caballo
y a la zaga se quedaba
pues el paisaje admiraba
en su alazán, hidalgo.
Cada mañana salía a pasear por los prados,
allí una lozana chiquilla
con sus malvas flores en las manos
le miraba fijamente
sin importarle el descaro.
Él, al ver su dorado cabello como el maíz
o como sol en sus rayos,
su esbeltez y sus labios,
quedó atrapado en sus ojos
de ese gris azulado.
Descendió de su montura,
no sabía su nombre
ni su estirpe,
solo miró su hermosura
y la llamó Luna,
por su igual palidez
y su hermosa finura.
La subió pronto a la grupa,
ella tomó su cintura,
apoyó la cabeza en su espalda,
y trotaron lejos felices
por la escondida espesura.
Para ella todo era un sueño
y él… saboreando dulzura,
viajaban por el Edén
de su tremenda locura,
dichoso amor imposible,
condenado y con censura.
Luna prometida a desposorios,
su padre la dote pagada tenía,
y el hidalgo caballero,
ya desposado tristemente,
con otra consorte yacía.
Mas ese fervor insensato
en sus memorias perdidas
sus pupilas dilataban
cuando en alguna ocasión
con descuido sus miradas
se cruzaban distraídas.
Y aquel amor desahuciado,
que por vivir su locura
dejó marchitar dos vidas
con una pena infinita,
pagando con el recuerdo,
ahora es tan solo una cuita.
© Yvonne Torregrosa
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