En el castillo encantado
se escuchan lejanas voces,
sonidos lúgubres
y apagados.
Dicen que hay ánimas
que vivieron allí sus amores.
Y en las noches en que
no hay luna se escuchan
lamentos lánguidos,
quejidos agotados.
Otros creen que son
cantos de una hermosa mujer
que un rosario de perlas
siempre portaba en la mano.
Ella hábito blanco vestía.
Él miraba sus formas
con ojos amartelados.
Allí vivía también él,
sacerdote jesuita ordenado.
Sus ojos enamorados
le hablaban con deleite.
Ella carmelita novicia,
con gran dote su padre
la había entregado.
El amante se hizo clérigo
por estar siempre a su lado.
Se amaban con tal pasión
que no sentían el pecado.
Abrasados de fervor
en la celda de la monja.
Cada noche se quemaban
entre besos, con sus
cuerpos enredados.
De aquel amor germinó fruto,
un ángel desamparado.
No llegó a nacer al mundo,
pues, al saberlo el padre de ella,
los amantes fueron
de allí desahuciados.
El convento se cerró.
Y cuentan que, con el tiempo,
un marqués adinerado
hizo de aquel lugar
su fortaleza,
un castillo amurallado.
Comentan los lugareños
que el barón de ese castillo
era el hijo del pecado.
Pues sí llegó a nacer el pequeño.
La fuerza de un gran amor
pudo crear una vida
de los que fueron apartados.
Yvonne Torregrosa
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