Se habían reunido en casa de Irma aquella tarde con el ánimo de jugar, aprovechando que sus padres no estarían.
Todos eran muy jóvenes: Paloma, aún adolescente aunque con cuerpo de mujer; una pareja de novios algo más mayores, y Séfora, amiga inseparable de Irma desde la infancia.
La sesión empezó en la mesa redonda del comedor. A su alrededor se sentó el grupo, sin apenas rozar el vaso que se situaba entre las letras que formaban un abecedario y una rueda de números del uno al diez.
Estaban expectantes y algo nerviosos.
El ambiente era divertido pero con un punto de tensión, con el desasosiego que provoca acercarse a un misterio.
Todos intuían que aquello tal vez fuera algo más que un juego.
Hicieron la pregunta varias veces:
—¿Estás aquí?
Al poco, el vaso se movió con brusquedad. Se miraron con un sudor frío y continuaron preguntando:
—¿Quién eres?
El vaso iba de letra en letra. Al final, había formado el nombre de Raúl González.
El ambiente de aquella habitación se volvió gélido.
El vaso siguió su movimiento formando palabras, hasta que mencionó otro nombre: Jacobo Morata.
Y deletreó otra frase, que decía que Jacobo daba su luz a Paloma y la quería.
Paloma rompió a llorar y retiró el dedo del vaso. Explicó entre sollozos que era huérfana y que Jacobo era el nombre de su padre fallecido. Nadie allí sabía aquello. Tampoco se dieron cuenta de que Morata era el apellido de Paloma hasta aquel momento.
La última pregunta, después de muchas, fue:
—¿Qué podemos hacer por ti?
El vaso siguió uniendo palabras:
—Necesito que vayáis al cementerio del pueblo y en la cuarta fila, nicho 34, me visitéis.
Ahí quedó todo.
Poco a poco, y después de charlas y risas, los jóvenes se fueron de la casa de Irma.
Solo quedaron Séfora y ella.
Ya en el vestíbulo de la casa, después de que se marcharan los últimos y al cerrar la puerta, las dos se preguntaron mutuamente:
—¿Qué te parece todo esto?
De pronto, tres cuadros que estaban colgados cayeron al suelo a la vez.
Atónitas, comprobaron que las alcayatas estaban en la pared intactas y, al recoger los cuadros, que todos conservaban sus respectivos colgadores perfectamente atornillados.
Las dos amigas decidieron acudir al cementario a la mañana siguiente, preguntaron a los demás del grupo si querían acompañarlas, todos se negaron entre risas, excepto Paloma, que dijo no tener humor para seguir con aquel juego.
Efectivamente, Raúl González estaba en una tumba abandonada desde hacía mucho tiempo, tan solo se leía una inscripción con su nombre.
No había fechas, pero el desgaste de la piedra de la lápida daba a enteder que aquello llevaba allí al menos un siglo.
El tiempo pasó.
Y al cabo de unos meses llegaron los accidentes.
El primero afectó a la pareja de novios. Ella tropezó en las escaleras de unos grandes almacenes donde trabajaba y murió en el acto fracturándose el cuello. A los dos meses, cuando su novio iba hacia la universidad en motocicleta, un autobús se saltó un semáforo y segó su vida al instante.
Dos años más tarde, durante unas vacaciones y sin que nadie pudiera averiguar la causa, Paloma sufrió un accidente en una recta maldita y perdió la vida.
Irma y Séfora fueron las únicas que quedaron con vida.
Desde entonces, cada año, las dos amigas visitan las cuatro tumbas que están en el cementerio del pueblo: las de los tres amigos fallecidos y por supuesto la de Raúl González.
Ahora, siempre hay un ramillete de flores al pie de sus lápidas.
Según cuentan, los archivos del cementerio del pueblo se habían quemado en un incendio.
El padre del enterrador, muy anciano ya, relataba la historia de un chico que había venido del hospicio, trabajó y vivió solo y solo murió, hasta que el cobrador de la luz le encontró, sentado en una vieja mecedora con una carta que decía:
“Solo necesito amigos»
Raúl González.
Yvonne Torregrosa
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