Al borde del acantilado, en el filo del abismo, rompían las olas al igual que su corazón, del que solo quedaban unos pedazos.
El viento bramaba sin rumbo.
La niebla de su mirada no le permitía ver nada de lo que tenía delante, más que el oscuro reflejo de su presente.
Ella cerró los ojos y se imaginó en un paraíso, en un bosque verde, donde unas pequeñas hadas de alas brillantes la llamaban sin cesar.
Oía cantos celestiales que jamás había escuchado antes.
Una música de theremines, a los que acompañaban arpas y voces que no eran humanas, la sumía en un estado que no le dejaba pensar, solo sentir.
Y por primera vez en mucho tiempo se sentía viva, respiraba un oxígeno puro.
Dio un paso adelante y las hadas la llevaron de la mano volando.
En ese trayecto, lento y rápido a la vez, vio trazos de su vida y al mismo tiempo gozó de momentos de su infancia feliz, sintió el amor de sus hijos y percibió el dulce aroma a vainilla de bebé.
Después…voló de la mano de aquellas hadas, la música cesó y se hizo el silencio.
© Yvonne Torregrosa
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